Mes: enero 2018

De los dolores compartidos a la esperanza organizada: Apuntes para un primer balance de la iniciativa del CIG

«Porque estamos construidos de una gran esperanza,
de un gran optimismo que nos lleva alcanzados
y andamos la victoria colgándonos del cuello,
sonando su cencerro cada vez más sonoro
y sabemos que nada puede pasar que nos detenga
porque somos semillas
y habitación de una sonrisa íntima
que explotará
ya pronto
en las caras
de todos.»

Gioconda Belli

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En octubre de 2016, el Congreso Nacional Indígena (CNI) anunciaba su intención de presentar a una mujer indígena como aspirante independiente a la candidatura presidencial para el proceso electoral del 2018. Luego de llevarlo a consulta en sus comunidades y tras realizar una nueva asamblea, María de Jesús Patricio Martínez fue elegida para llevar la voz del ya formado Concejo Indígena de Gobierno (CIG), debido a que la modalidad de candidaturas independientes no permite más que registros individuales. Marichuy, indígena nahua originaria de Tuxpan, Jalisco, junto con el CIG, se encuentra desde mediados de octubre y hasta mediados de febrero en la recolección de casi el millón de firmas requeridas para aparecer en las boletas electorales.

La decisión que tomaron los pueblos de irrumpir en la coyuntura político-electoral busca responder a una situación insostenible para las comunidades, pero también para las inmensas capas de trabajadores y oprimidos de nuestra nación y, al mismo tiempo, a la urgente necesidad de formar un bloque de fuerzas populares y clasistas, articulando las resistencias que existen a lo largo y ancho del país, sumando a otros sectores inconformes y tejiendo una alianza que construya un proyecto «desde abajo», más allá del resultado de los comicios y ante la inminente aceleración del encarecimiento de la vida, el arrebato de derechos y la violencia.

Esta iniciativa, que en el fondo es un llamado a la organización, a la construcción de espacios de encuentro, de reflexión y de acción, adquirió el respaldo de una parte de la izquierda revolucionaria, así como de un amplio número de jóvenes que no se sienten representados por ningún partido del régimen y ven en la voz de quienes han resistido por más de 500 años un medio para dar forma a su descontento. Sin embargo, a prácticamente un mes de que concluya el plazo dado por las instituciones electorales, se ve difícil alcanzar la candidatura y, pensamos, esto requerirá balances colectivos que abran paso a nuevas perspectivas y a las siguientes etapas de lucha.

Lo primero que hay que decir es que efectivamente las firmas no son el centro de la propuesta. Sabemos que lo antidemocrático de nuestro sistema electoral impide, o por lo menos obstaculiza, que cualquiera pueda participar en él. El escenario electoral no es más que el teatro de los dueños del dinero para -intentar- legitimar su dominio, por lo que participar en ellas es situarnos en desventaja. Es también por eso que se ha sostenido que no es una campaña por votos ni para ganar, sino fundamentalmente para visibilizar una serie de problemáticas que son sistemáticamente ignoradas porque son consecuencia de la actual organización social: el arrebato de tierras, el desplazamiento forzado, el asesinato de luchadores ambientales, el despojo de territorios e identidades, la migración, el desempleo, la falta de espacios educativos, el desmantelamiento de lo público y la entrega de nuestros recursos a grandes trasnacionales, la cínica corrupción, los feminicidios y las desapariciones, la pobreza, el machismo, el neocolonialismo, etc. Y visibilizarlas puede tener dos sentidos: el más evidente es el de colocarlos en la agenda nacional, que se dé nombre a los agravios que tantos y tantas enfrentamos, generalmente, de manera aislada. El otro es el de reconocer que enfrentamos al mismo enemigo y que podemos y debemos luchar juntos.

Ahora bien, uno de los objetivos tácticos no se está alcanzando. Aparecer en las boletas electorales representaría un duro golpe para los poderosos al hacer público el alcance de una iniciativa de este tipo, y tendría que ser resultado de esa gran campaña de encuentro, diálogo y organización de «los de abajo”. En nuestra opinión y sin minimizar las trabas institucionales, esto refleja nuevamente las dificultades que muchas veces tenemos para traducir nuestros proyectos y lograr que el pueblo se identifique, los vea posibles, los abrace y haga propios. En la mayoría de los casos no basta, por ejemplo, llamar a la solidaridad con nuestros pueblos indígenas sin primero pasar por reconocernos a nosotros mismos como agraviados, explotados, despojados y excluidos. No basta apelar a la empatía -por mucho que queramos que así sea- para conformar una identidad colectiva que abra paso a nuevas formas de organización. Por supuesto esto expresa, al mismo tiempo, el tamaño del combate ideológico que hay que desarrollar para vencer la despolitización, la desesperanza, el miedo y la inercia de las preocupaciones cotidianas que no sólo nos mantienen alejados de las y los otros, sino que nos impiden ver el fin de la guerra, imaginar y construirnos una vida mejor.

Sabemos que existe un profundo malestar entre las y los trabajadores del campo y la ciudad, entre la juventud, las mujeres, los indígenas; que la inmensa mayoría no está satisfecha con las políticas que se nos imponen (no importa que en muchas ocasiones se nos “convenza” de sus bondades, pues el día a día nos echa en cara que no son esos nuestros intereses), y que la firma por una candidatura independiente, por más anticapitalista que sea, no será nunca suficiente para enfrentar la guerra. Pero precisamente por eso es que en lo inmediato debemos redoblar esfuerzos para exponer, explicar y obtener mayor apoyo por parte de la población en general. Y debemos todos  apostar a convertirnos en organizadores de ese apoyo, movilizarlo, volcarlo a las calles y plazas de nuestras ciudades. Independientemente del número de firmas, llevemos el combate al terreno de la lucha de clases, a la construcción de poder popular en nuestros barrios, escuelas y centros de trabajo, sacando las lecciones de procesos como el que los propios zapatistas han mantenido a flote y que nos demuestran que es posible volvernos germen de relaciones sociales distintas, organizar la esperanza y la digna rabia, apostar por transformarlo todo antes de que acaben con nosotros(as).

Ley de Seguridad Interior: Legalizar el Estado de excepción, la militarización y la represión

leyseguridadhorizontalDurante los últimos días de sesiones del 2017, fue aprobada en cámaras y publicada en el Diario Oficial de la Federación la nueva Ley de Seguridad Interior, que ha provocado alarma y rechazo entre un amplio abanico de organizaciones nacionales e internacionales de defensa de los derechos humanos, organizaciones sindicales y populares, y movimientos sociales. Incluso voces institucionales como la CNDH y la ONU se han pronunciado en contra de sus previsibles consecuencias y de las ambigüedades que trae consigo, entre otras cosas, porque legaliza la intervención de los militares en tareas que corresponden a autoridades civiles, sin un marco de transparencia y rendición de cuentas ni mecanismos que garanticen el respeto a derechos tan esenciales como la libertad, la integridad física y emocional, y la vida de las personas, otorgando todo el poder al Presidente y a las propias Fuerzas Armadas para actuar unilateralmente y sin contrapesos jurídicos ni legislativos donde lo consideren necesario, reforzando como jamás se había visto el autoritarismo y la centralización del poder.

Con esta ley, el ejército tendría «carta abierta» para realizar tareas que, constitucionalmente, pertenecen a autoridades civiles (puesto que las Fuerzas Armadas no están capacitadas para actuar como policías en las calles y son entrenadas bajo la lógica de destruir al enemigo), y viene a profundizar el proceso por medio del cual el Estado ha estado limitando los derechos humanos, sociales, políticos e incluso laborales (basta mencionar que incluso el derecho a huelga puede estar ahora en entredicho), en un contexto en el que los salarios no aumentan de manera real, el acceso a la seguridad social se ha ido perdiendo y se extienden el despojo y el trabajo precario.

Las principales preocupaciones que esta Ley genera parten de la brutal realidad que enfrentamos día con día desde que en diciembre de 2006 el ex-presidente Felipe Calderón decidiera sacar al ejército a las calles (política continuada por Peña Nieto) con la excusa del combate contra las drogas y aparentemente como una medida «transitoria»: Más de 300 mil homicidios, más de 30 mil desaparecidos, desplazamientos forzosos en más del 49% de los municipios del país. Nuestro territorio está convertido en una gran fosa clandestina que nos tiene entre los primeros tres países con mayor número de civiles muertos y el primero en periodistas asesinados. Por si fuera poco, los datos arrojan que el número de organizaciones delictivas y cárteles del narcotráfico, lejos de disminuir, ha incrementado y, aunque algunos de los principales líderes han sido detenidos o abatidos, sus estructuras financieras y de dominio territorial permanecen intactas. Incluso se han documentado los vínculos entre elementos del ejército y del crimen organizado, pues no sólo son algunos soldados quienes son «cooptados», sino batallones enteros.

De hecho, los datos disponibles indican que del 2006 al 2014, las Fuerzas Armadas detuvieron arbitrariamente a 64,000 ciudadanos. Había 34 recomendaciones de la CNDH del 2007 al 2016, en las cuales hay evidencia de que el 94% de las autoridades militares intentaron evadir sus responsabilidades y que en al menos 18 casos de agresiones, el ejército alteró escenas de los crímenes. Del 2006 al 2011 hubo 390 quejas por desaparición forzada en manos de los militares y hay 1, 273 denuncias por torturas como golpes con armas de fuego en el rostro para provocar confesiones, violaciones sexuales, toques eléctricos y asfixia en bolsas de plástico.

La ley no sólo convierte en regla lo que según el propio marco legal que tenemos debiera ser una excepción, sino que cede a las presiones que desde el Ejército se vienen haciendo año con año al ser cuestionados por episodios -tan trágicos como evidentes de su accionar- como Tlatlaya, Ayotzinapa, Apatzingán o Tanhuato; y parece pretender responder a un contexto de cada vez más descontento y movilizaciones, justo en la antesala del próximo proceso electoral.

Precisamente, el contexto de aprobación de la Ley es el de la aprobación de reformas estructurales que destruyen o limitan los derechos laborales y sociales alcanzados en décadas anteriores, al tiempo que aceleran el despojo a comunidades y pueblos, la entrega de los bienes y recursos de la nación a grandes empresarios nacionales y extranjeros. Y hacemos esta mención porque la Ley de Seguridad Interior, en su artículo 6to, faculta a las Fuerzas Armadas, sin autorización previa, para implementar «políticas, programas y acciones para identificar, prevenir y atender oportunamente (…) los riesgos contemplados en la Agenda Nacional de Riesgos», entre los cuales, según los documentos del CISEN, se encuentran maestros, defensores de derechos humanos y del medio ambiente, sindicatos y opositores a megaproyectos, e incluso, la pobreza está contemplada como parte de los riesgos que vulneran y desestabilizan la seguridad y la democracia.

Hay que decir también que el problema no es específicamente la Ley de Seguridad recién aprobada, pues como hemos dicho, ésta viene a legalizar lo que en los hechos ha estado ocurriendo en por lo menos los últimos 11 años. Incluso podemos apuntar que la política de militarización en México, de facto, comenzó a finales de la década de los 90 cuando para contener y reprimir la huelga de la UNAM del 99-2000 se inauguró la Policía Federal. Y es que la militarización en el país se presenta en al menos dos formas: Por un lado, mediante el uso de las Fuerzas Armadas en misiones y funciones de naturaleza civil, sobre todo donde en estados donde el crimen organizado, se dice, «ha rebasado a los poderes» y, por otro lado, por medio de la militarización de las propias policías civiles y la implementación del mando único policial.

Actualmente el estado de excepción domina en gran parte del territorio nacional y, en los hechos, ya vivimos en un Estado policíaco que espía, hostiga, fabrica delitos, desaparece y asesina. Vivimos en una simulación de democracia y aunque también atravesamos una profunda crisis de derechos humanos y un constante alza en los niveles de violencia, brindar más poder a los cuerpos policíacos, a los militares, a las fuerzas represivas y coercitivas no terminará con ello pues, al contrario, todo indica que lo profundizará.

Ahora bien, lo anterior no debe paralizarnos ni fortalecer el miedo que de por sí esta política pretende extender para inmovilizar ese inmenso descontento que sigue acumulándose en el seno de nuestro pueblo, por el contrario, queremos contribuir a clarificar sí, los riesgos que enfrentamos, pero también el que, por un lado, todas las leyes responden a contextos sociales y políticos específicos y también a la correlación de fuerzas vigente. Eso quiere decir que el reto se encuentra en cambiar esa correlación, en informarnos, sensibilizarnos y movilizarnos en rechazo a la militarización, el autoritarismo y la represión, en articular las resistencias y construir un gran bloque obrero y popular, pues precisamente estas leyes tienen dedicatoria para las y los trabajadores, para las y los oprimidos de nuestra nación. Por otro lado, estamos convencidos de que la guerra que enfrentamos requiere de múltiples y complejas estrategias para contenerla y erradicarla, pero que fundamentalmente pasa por construir comunidad, por luchar para garantizar una vida digna, por tejer fuertes redes entre las y los agraviados.

¡Organicémonos, pues, en rechazo a esta ley y a la política de militarización del país!
¡Que el ejército vuelva a los cuarteles!
¡Construyamos poder obrero y popular!

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